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Je Maintiendrai

"... Le refus de la politique militante, le privilège absolu concédé à la littérature, la liberté de l'allure, le style comme une éthique, la continuité d'une recherche". Pol Vandromme

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Monday, April 16, 2007



RETRATOS DE TRABALHO - XI

Zapatos

Estuve recorriendo los salones y las habitaciones del palacio Malda durante varias horas largas con el corazón en un puño. Habia desaparecido absolutamente todo, cuadros, tapices, alfombras, las arañas venecianas que mi madre detestaba y hasta un pequeno órgano empotrado en la pared de un saloncito donde nunca poniamos los pies. Se habián arrancado las pesadas cortinas de brocado italiano y se ha­bián levantado los preciosos parquets franceses del comedor, probablemente para hacer fuego con la madera. Lo mismo parecian haber hecho con los artesonados del gran salon de baile donde don Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluna, habia estado a punto de perder la vida al estallar un artefacto colocado en el callejon llamado Perot lo Lladre.
Del gran vestidor de mi padre solo quedabán las cuatro paredes con los tapizados hechos jirones. Junto al vestidor habia otra habitacion, mas pequeña, llamada “la del calzado”, en la que, debidamente ordenados en sus estanterias, mi padre guardaba, cuidadosamente protegidos en sus fundas de felpa, no menos de cuatrocientos pares de zapatos hechos a medida por John Lobb, en Londres, por Berlutti en Paris y en Roma, por el gran Stephan Millstein en Viena y por Villarejo en Madrid, un zapatero este ultimo del que mi padre decia que de cada tres pares de zapatos solo le salia bien uno, pero que entonces rozaba la perfeccion.
Una vez al mes mi padre se encerraba con un criado en aquel santuario y sacaba uno por uno de sus fundas, sus zapatos de calle, sus bumpers, para los fracs y los smokings, sus botos de campo andaluces y sus botas altas de montar firmadas por Sampieri en la Escuela de Equitación de Tor di Quinto, en Italia, donde un par de veces al ano mi padre iba a entrenarse en los campos de obstaculos. Ningun zapato, ninguna bota, ni las mismas zapatillas de terciopelo negro con anagrama bordado en oro entraba otra vez en su funda hasta que lustrado de nuevo brillara como un espejo. De las zapatillas, naturalmente, solo le lustraban las suelas.
La colección de zapatos de mi padre era famosa en Bar­celona, pero erán muchos los que creian que solo se trataba de una fantasia, ya que casi siempre le veian usar el mismo calzado negro. Lo que no sabían los que ponian en duda la existencia de la colección era que de cada par de esos zapatos negros que mi padre usaba a diario, existia en el santuario por lo menos media docena de copias.
A pesar de lo mucho que debió de sufrir mi padre al enterarse de la dispersión, a lo bestia, de aquella colección sin precio, nunca le escuchamos emitir la menor queja. Sencillamente, no se hablaba del tema. Pero en una ocasión, pasando junto a mi madre un breve permiso en el hotel Biarritz de San Sebastián, a mi padre se le cayó al suelo, al abrir su maletin de viaje, un cuaderno negro que se quedó abierto en una página en la que habia una larga lista de nombres extranjeros. Mi madre recogió el cuader­no y se puso a leer en voz alta: “Adam Lipkowski, polaco, profesor de Biologia. Dos daneses sin nombre, a todas lu­ces homosexuales. Cuatro norteamericanos directores de empresa. Hasso von Zarkenau, un aleman antinazi con carnet de miembro del Partido Comunista checoslovaco. Siete rusos sin nombre. Ocho franceses, de los cuales tres profesores de universidad y cinco estudiantes de Ciencias Politicas. Sir Alan Seaford, un inglés sin más documenta­tion que sus tarjetas de visita. Guido Ferrara, un terrateniente de Calabria...”. Mi madre dejó de leer:
-- Salvador, quien es esta gente?
-- Miembros de las Brigadas Internacionales cogidos con las armas en la mano. Los he mandado fusilar personalmente, sin previo juicio ni zarandajas. Uno por cada par de zapatos que me robaron en Barcelona.
Y como mi madre no decia nada, mi padre añadió:
-- De todas maneras los ibamos a fusilar. Lo mismo que hacen ellos cuando cogen a los alemanes o a los italianos que luchan en nuestras filas.
Mi madre, sentada ante su tocador, se estaba peiñando.
-- Ese inglés, Alan Seaford, me dice algo... -- murmuró.
-- Es un pariente de los Duques de Portland, un sobrino, un primo o algo asi.
-- Como lo sabes?
-- Me lo dijo el mismo. Le invité a tomar una copa de coñac antes de darle mi pistola para que se pegase un tiro. Y, claro, estuvimos hablando un rato.
-- Se suicidó con tu piistola?
-- Si. Al fin y al cabo, era un señor. No iba a dejar que se lo cargasen como si fuera uno de esos cerdos que salen de Dios sabe donde.
Mi madre acabo de peinarse y le pidió a mi padre que le asegurase el cierre de su collar de perlas.
-- Esos ingleses -- comentó, molesta -- siempre se meten donde nadie les llama.
Mi padre se ajustó el correaje del uniforme y dijo con esa rígida media sonrisa que le permitia el monóculo:
-- Lo que nunca sabrán los Portland es que el primo Seaford ha muerto por un par de zapatos.
-- Esperemos que por lo menos fueran unos de charol.
Mi padre siempre le reía las gracias a su mujer. Pero esta vez se quedó muy serio. Aquella misma noche durante una cena en La Nicolasa, mi madre le dijo al general Monasterio, de quien mi pa­dre era uno de los ayudantes:
-- Mi general, usted sabe que Salvador se esta cargando a un miembro de las Brigadas Internacionales por cada par de zapatos que le robaron en Barcelona?
Monasterio, a quien más que reír le gustaba sonreír, se pasó la mano por la inmaculada cabellera de la que tan orgulloso estaba.
—Claro que lo sé, Carmen. Pues no le queda todavia poco trabajo a tu marido! A quién se le ocurre almacenar tanto zapato?”

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